Lo primero que vi de Maldivas fue precisamente eso. Una sucesión infinita a once mil metros de lo que tenía yo por la belleza reservada para otros mundos. Atolones, que así se llaman, que vistos desde la ventanilla del avión se asemejan a imperfecciones que el vasto Océano Índico debió crear para deleite del que lo observa. Pizcas de arena salpicadas por surcos de coral y aguas claras en la orilla, turquesas y, finalmente, azules más oscuras. Desde su cénit, mi perspectiva, palmeras y playas; nada más.
Temía que el avión amerizase: el aeropuerto de Malé no se ve desde la perspectiva de los pasajeros. Autobuses que se conducen al revés que por aquí y una lancha. Como dicen en Fue la mano de Dios, hacía tuf, tuf, tuf cuando atravesaba el mar. Viraba a babor o estribor según se terciara. Un arrecife visible, un atolón minúsculo, espuma del mar.
En una porción de tierra irrisoria, palmeras. En la cara oeste, viento. En la este, ni eso. Debía estar muy lejos de casa, pensé, como para sentirme apartado de mi mundo conocido. Al final va a resultar que no todo va a ser un pañuelo. Comí en Madrid, cené en algún lugar de Oriente Medio, desayuné en pleno Índico y volví a comer en una isla en el culo del mundo, al menos del mío.
La arena suave y fina, como si su propia creación obedeciera al fin de sentirse vivo por caminar sobre ella. Conciencia del paso de los años: de la roca al polvo. Y qué maravilla pasear y ver, a lo lejos, cómo el sol surge de una planicie nunca antes conocida con tal dimensión. Un mundo sin montañas bañado por el sol y el mar que le pertenece. Cautivo de su calor, se mece como si tratara de dormir a un recién nacido.
Luego se zambulle. Hasta luego, Lorenzo. Se hunde como un pecio antiguo; exhausto. Y de noche cerrada a las nueve, miríadas de estrellas. No había sido testigo de tanta concentración de luces nocturnas. Estuvieron allí siempre, pero no para mí. En la puerta de mi cabaña, viento de frente y ruido de palmeras. Quizá se avecine tormenta, pero qué más me dará. Si la paz existe, yo ya he sido testigo.
Del mar primero el miedo. Su extensión hace que afloren miedos primitivos, los que hacen temer por la propia integridad de uno. Después, la necesidad de fundirse con aquello que siempre se ve en la televisión y en los fondos de pantalla. Qué exuberancia y desfile de belleza en un palmo de coral. Peces diminutos que viven en un metro de su mundo y universo protegidos por pólipos o roca. Otros enormes que se acercan en lo que parece un rito de iniciación. Quizá un saludo.
Una morena. Qué culpa tendrá el animal de tener esa apariencia de monstruo marino. La veo y me da miedo, luego pena. Vive con la boca semiabierta enroscada en una piedra a pocos metros de la superficie. Si me descuido la alcanzo con el pie. Dios me libre de perder un dedo. Ese es su lugar, intuyo, igual que el mío está en mi casa con mis padres, mis perros y mi loro.
Del fondo diviso lo que aparenta ser un simple ser inanimado y resulta una tortuga. Qué elegancia desprende el animal en su alarde de simpleza. Nada como si volase. Muy despacio, pero la pierdo rápido. Nada, se impulsa y baila en su recorrido para que yo la vea.
Un tiburón de puntas negras. Lo veo porque una pareja de merodeadores como yo se hace señas. El corazón se me dispara. Un tiburón. Qué sé yo de escualos que vagan por estas aguas poco profundas. No lo veo hasta que lo veo y vaya si lo veo. Aparece a mi derecha, aunque en el agua esto es un poco relativo. Medirá más o menos como yo. Será una hembra porque es muy grande para ser de su especie. No nada, se desliza. Un movimiento determinado, pero tampoco demasiado rápido. No me teme. Se exhibe y se lo agradeceré eternamente. Es un torpedo gris y negro con un diseño perfeccionado por el paso de millones de años. Es un espécimen perfecto, aunque tampoco he visto muchos más. Sigue nadando y yo con él hasta que decide terminar el espectáculo. Se fue sin decirme adiós.
Fuera, vuelan murciélagos a plena luz del día. Que me aspen si eso no es un pájaro. Qué envergadura, esos murciélago son enormes. Mejor lejos, no vaya a ser. Una garza que come peces de noche en la playa y la luz argéntea de la luna refleja sobre la superficie de un mar el calma un dibujo conocido.
De noche abunda un silencio perdido en la urbe roto por el vaivén de una marea benevolente que acaricia el terciopelo de la arena. Una arena que permanecerá salpicada en atolones como cicatrices del mar infinito en el que habitan morenas, tortugas, peces pequeños, peces que saludan y tiburones de un gris inmaculado.
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