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Buenas noticias

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Marco se sentó en su butaca y comenzó a leer el periódico. El titular hablaba sobre la expansión galopante de una nueva cepa de coronavirus. Posteriormente se podía ver una imagen de un hospital saturado con enfermos conectados a respiradores y personal sanitario equipado con trajes de protección individual. A la derecha se abría una noticia a modo de columna: “Un terremoto causa la muerte de centenares de personas en otra catástrofe en Centroamérica”. Más abajo se esbozaba un segmento de opinión que arremetía contra la gestión de los políticos.

La portada agotó interpretaciones y el tiempo dedicado a leer la sarta de desgracias acontecidas por el mundo. Marco se apresuró a saltarse las páginas de opinión porque poco le interesaba lo que alguien pudiera decir de algo que había hecho una tercera persona. Abrió los sucesos, la sección internacional y los deportes. Pero al comprobar que se contaba la misma mierda del día anterior decidió hacer con el diario una pelota y probar suerte con un tiro desde lejos. Un tiro perfeccionado durante años: un giro de muñeca sutil, pero implacable que hacía dar vueltas a la pelota, o a la bola de papel en cuestión, hasta caer siempre en lugar desafortunado. Nunca encestaba. Y el maltrecho periódico tocó el suelo sin siquiera besar el aro del cubo de la basura. Un air ball en toda regla.

Marco se sintió desafortunado por primera vez en el día. Había gastado tiempo y dinero en comprar y leer un periódico para enfadarse recién desayunado. Tuvo que coger el coche hasta la gasolinera porque en Villalejos no hay quiosco. Una vez allí soportó el desagradable trámite de establecer contacto humano con otra persona, aunque fuera sólo para cobrarle. El señor de la gasolinera le conocía porque sólo había una en el pueblo y además Marco compraba muchos días el periódico allí. Pero el joven Marco no se molestó por preguntarle su nombre. Quizá porque lo ponía en una chapa identificativa. Quizá porque le incomodaba tener que hablar con un desconocido. Quizá porque le hacía gracia dirigirse a él en sus pensamientos como “El Gasolinero”.

Se levantó de la butaca y anduvo por el suelo de madera de su casa de madera hasta la nevera para tomar leche. En el pueblo decían que eso no era una casa, más bien una casucha. Pero a Marco le sobraba. Además, con la expansión demográfica de Villalejos ya pocos le conocían. El suelo rechinó cuando decidió sentarse frente a la televisión con una taza de leche tibia y una bolsa de magdalenas en la mesa. Puso las noticias no supo muy bien para qué. Ya había leído las más relevantes. Pero a esa hora justo empezaba el cambio de programa. Los presentadores del telediario daban paso a una señora algo deteriorada por el paso del tiempo, y Dios sabe qué más, muy maquillada y con un desparpajo televisivo asombroso. Marco siempre pensó que aquella señora había nacido en un plató; engendrada por una cámara y un micrófono se formó esa extraña criatura a la que Marco siempre había conocido igual. Como si el tiempo se hubiera detenido para ella en una época extraña de su vida. Una en la que el encanto de la juventud ya se había ido, hace mucho, y la compasión ligada a la vejez nunca llegara. Un bucle infinito en el que aquella señora, cuyo cumpleaños debe ubicarse fuera del calendario, sólo grabara y durmiera de pie en algún armario de la cadena; como un vampiro, pero mal.

El cotilleo televisivo era un asunto de nula relevancia para Marco, pero que le brindaba un agradable espectáculo. Nunca tomaba parte de las trifulcas de mujeres despechadas y semihombres porque la gracia residía en disfrutar de la contienda. Como el que ve un partido en el que no juega su equipo sólo porque le gusta el fútbol. Se reía durante algún rato, pero siempre acababa por apagar la televisión. Únicamente eran de su interés las tertulias en las que se debatían temas del corazón, como solían llamar a esas acaloradas discusiones los propios participantes. Marco no estaba de acuerdo con ese nombre; más que del corazón, le parecía que eran tertulias del nabo porque siempre había alguno travieso de por medio. Pero suponía que quedaba feo presentarlo así. Una jodienda más de ser un medio de comunicación de masas.

Luego Marco se vistió. Él llamaba adecentarse a superponer cualquier cosa que vendieran en una tienda de ropa como prenda llevable al pijama. Eso en invierno. En verano la cosa cambiaba porque ya ni siquiera había necesidad de ocultar la ropa de estar por casa. El pijama era perfectamente confundible con cualquier pantalón corto masculino y la camiseta no, pero le daba igual. Las camisetas de pijama de Marco no es que fueran feas. Diferentes sí. Pero el asunto era el uso intensivo de las mismas. Acabaron por coger holgura y decolorarse. Pero Marco no encontró jamás ninguna que se pareciera a sus preferidas. Tampoco se esmeraba mucho en conseguirlo: se limitaba a entrar en cualquier grande superficie con una chaqueta estilo bomber y unos vaqueros sin lavar desde algunos meses y tocar camisetas de pijama y cualquier otra que le pareciera digna de llevar en su hogar. Palpaba las prendas con la esperanza de encontrar alguna que se pareciera a las suyas. Pero nunca había pasado.

Cogió la bolsa de basura en la que ya se hallaba el periódico y se encaminó hacia el contenedor con unas zapatillas también de estar por casa infinitamente cómodas. El contenedor no estaba demasiado lejos; Marco tardaba unos tres minutos en ir y otros tres en volver. Tiempo suficiente para observar la situación meteorológica del día. Pero Marco tenía un trauma con esto de la basura. Hacía algún tiempo que siguió este ritual con la mala fortuna de llevar puesto un pantalón de pijama que no era de sus preferidos. El susodicho tenía un agujero de tamaño perceptible, pero no evidente, a la altura de sus genitales. No se dio cuenta de tal cosa hasta que se cruzó con una muchacha que le miró la zona. Seguramente fue una cuestión tribal y la chica ni se diera cuenta del estropicio en la tela que cubría una zona fundamental de su cuerpo. Él sí lo hizo y tiró los pantalones a la basura. Desde aquel día Marco procuraba palparse la zona testicular antes de aventurarse a la calle.

Al volver a casa, Marco se dio cuenta de que ya no tenía nada fundamental que hacer en el resto del día. Marco era rico por suerte, la suerte de comprar lotería de vez en cuando y que uno de esos boletos llevara premio. No se preocupó demasiado por el dinero desde aquel día. Se independizó y regaló a su familia parte de su fortuna. Antes de retirarse del mundo, Marco decidió invertir en una aplicación que un amigo del instituto estaba creando. Chorbo era una aplicación para ligar. Marco inyectó varios millones sólo por el recuerdo de los buenos ratos en clase con Julián. Al final, Chorbo lo petó contra pronóstico. Millones de descargas en todas las tiendas de aplicaciones y valoraciones excepcionales sirvieron para aumentar el patrimonio de Marco hasta el punto de despreocuparse por completo de verdad para siempre.

Decidió encender su ordenador y navegar un rato en la aplicación de la que era mecenas. Entró en Chorbo y revisó de nuevo su perfil. “Soy Marco y me gustaría conocer a alguien”, rezaba su descripción. Encontrar pareja era la única cosa de su vida que no le resbalaba por completo. Era una de las mayores fortunas del país y vivía en el más completo anonimato, pero no había conocido el amor. Marco se hizo un perfil en Chorbo por una cuestión de salud mental. Julián era muy pesado con que Marco utilizara su propia aplicación. Al final lo hizo con las mismas ganas que el que se levanta un lunes. Un par de fotos y un esbozo de unos intereses tan vagos y generales que su perfil era tan interesante como ver a un perro defecar. Pero a Marco, aunque no lo reconociera, le gustaba surcar el océano del posible flechazo. Regalaba me gustas y hablaba a muchachas hasta preguntarse si alguna vez había iniciado conversación con alguna en más de una ocasión. Por si acaso no revisaba la bandeja de mensajes enviados. Sólo la de recibidos que era infinitamente más corta: la lista comenzaba con el clásico “no hay más mensajes que mostrar” y ahí mismo se cerraba. Marco pensaba que por lo menos veía caras nuevas y eso le reconfortaba.

En esas se encontraba Marco cuando un sonido y una notificación le sobresaltaron hasta al asombro. Claudia le había hablado porque le gustaba lo que veía en su perfil. Marco inmediatamente pensó que era una suerte de coña del destino que ya le había regalado mucho sin merecerlo demasiado. Pero Claudia era tan real como él. Cortésmente, marco devolvió el like y contestó el mensaje según los asesores de Chorbo le enseñaron un día. Intentó continuar con la conversación para que no se quedara en punto muerto. Y lo hizo tan bien que hasta consiguió nada menos que una cita.

La cosa funcionó y en poco tiempo terminaron quedando asiduamente en casa de uno y otro. Un buen día Marco se levantó, fue a ver a su amigo El Gasolinero, leyó parte del periódico, lo tiró a la basura, desayunó viendo la chacharería arrogante de un programa presentado por una suerte de ibis inmortal nacido en cautividad y fue a tirar la basura. Entre los desechos de la bolsa azul de asas rojas pudo ver de camino al contenedor vestido de pijama, camuflado aparentemente por un pantalón de chándal gris y una chaqueta del mismo material, pero azul, la portada del periódico. Las letras más grandes rezaban: “Las muertes y los contagios siguen al alza”. Más abajo se abría paso la imagen de más enfermos, más respiradores y más personal médico irreconocible tras ponerse equipos de protección individual. La columna de la derecha estaba reservada para una noticia sobre nuevas inundaciones en Filipinas con un reguero de fallecidos y otros tantos desaparecidos. Y abajo del todo, un señor con barriga se despachaba contra el presidente de algún sitio.

Cuando llegó a casa, Marco decidió volver a la habitación y tumbarse en la cama.

—¿Todo bien? —preguntó Claudia.

—Sí. Es que últimamente todo son buenas noticias.

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