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Vástagos de la rabia

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Cientos de personas salieron a la calle la pasada noche con el fin de pedir la puesta en libertad del rapero Pablo Hasel tras haber ingresado en prisión por una larga serie de delitos. La masa rabiosa se lanzó a destruir todo aquello que tuviera por delante. Escaparates, quioscos y demás mobiliario urbano fue objeto de la violencia. También se vivieron episodios de tensión con cargas policiales que han dejado heridos y detenidos.

Ayer saltaba la noticia: una mujer ha perdido un ojo en una de estas concentraciones en Barcelona. Ahora partidarios de la amnistía del rapero claman al cielo por los daños irreversibles que una manifestante ha sufrido cuando ejercía un derecho constitucional. El mismo Pablo Echenique ha expresado su apoyo a los «jóvenes antifascistas» que piden libertad de expresión en las calles en un tuit que ha cabreado a toda la oposición política y una gran parte del espectro social español.

Me sorprende que sorprenda. Es decir, no hay nada que esperar de aquellos que apoyan a un tipo que está condenado por decir cosas como «pienso en balas que nucas de jueces nazis alcancen» y otra serie de instigaciones a la violencia. El verdadero problema está en incitar a la violencia contra el Estado cuando precisamente formas parte del mecanismo del mismo. La multitud se lamenta de las cargas policiales, pero ignora los daños causados por los manifestantes. Encapuchados que son síntoma del fallo del sistema, de las proclamas independentistas que se han repetido una y otra vez hasta llenar el pensamiento de jóvenes. La batalla ideológica se ha vuelto irracional y ahora hay quien segrega el país en «las dos Españas». Una, la víctima, de Pablo Hasel y los reprimidos que no pueden expresarse libremente porque romper escaparates y atentar contra la propiedad privada es delito. Y la otra, la de Isabel Peralta, que vive anclada en el franquismo y se empeña en retomar las costumbres de un fascismo desterrado, a Dios gracias.

Por suerte, yo no vivo en ninguna de las dos, como la inmensa mayoría de gente. La gente normal se conforma con vivir al margen de energúmenos que sólo desean la destrucción de todo lo que califiquen como ajeno. Conmigo o contra mí. Pero más allá de la paranoia de ficción, la realidad ofrece, como casi siempre, una perspectiva más veraz. Pablo Hasel no está condenado por injuriar a la Casa Real, sino por enaltecimiento del terrorismo y agredir a un periodista de TV3. Paradójicamente, los que luchan, y nunca mejor dicho, en la calle por poder decir lo que sea sin repercusiones penales están apoyando a un pseudoartista que roció con algún tipo de producto de limpieza a un profesional de la información.

Tengo la suerte de poder seguir escribiendo con toda la libertad que mi formación cultural me ofrece. No vivo en el gulag de la ira, en la prisión del enfrentamiento ni en la visceralidad de un político motorizado. La legitimación de la violencia no es más que un fruto de la mediocridad que desgobierna España. La semilla de la rabia que tan gustosamente se ha repartido en banquetes públicos, a modo de comuna, ya ha hecho arbolitos andantes con capacidad suficiente como para apedrear policías, pero no para ver más allá de su bandera.

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