Tengo la suerte de haber cruzado el charco seis veces. En todos esos viajes la premisa siempre fue la misma: disfrutar del Caribe. La primera vez que monté en un avión con destino a un país lejano pude contemplar la inmensidad del Atlántico desde las nubes. No diré que no me imaginaba que el océano fuera tan amplio, pero lo cierto es que impresiona verlo desde arriba: todo azul, todo agua, sin nada más a la vista que un vasto desierto salado.
Fue en mi segunda incursión en tierras tropicales cuando visité por primera y última vez hasta la presente fecha la República Dominicana. Enmarcado en la mitad de la Española, isla dividida entre Haití y la República Dominicana, este país es venerado por los turistas debido a sus playas de arena blanca y agua cristalina, sus reservas naturales y el pringoso calor caribeño. Esto lo pude comprobar en mi primer viaje al trópico, en este caso a México; nada más salir del aeropuerto se me empañaron las gafas de tal forma que me fue imposible ver más allá de la montura.
El Aeropuerto Internacional de Punta Cana me dejó fascinado. El avión aterrizó de día y pude vislumbrar desde la ventanilla construcciones realizadas con material vegetal. Los edificios estaban realizados de manera artesanal, no había aire acondicionado y el viento corría gracias a disposición diáfana y a los ventiladores gigantes que colgaban del techo. Yo, todavía un chaval con mucho que leer y descubrir, pensé que me había internado en otro mundo. Uno en el que no se construía con hormigón ni ladrillo.
Luego vi que la leyenda cumplía. La playa era amplia y paradisiaca; la arena blanca casi me impedía ver con normalidad por los reflejos de un sol duro y peleón. El agua se dibujaba tan bonita que hubiera llorado de no haberla visto el año anterior en Cancún. Los peces se podían ver desde la orilla, la bachata sonaba en el chiringuito y yo no me podía ni imaginar que unos pocos años después me vería privado de ese celestial placer por un virus.
Mis padres ya habían viajado allí antes. Fueron de viaje de novios cuando yo todavía no era más que una idea. Según me contaron, aquello había cambiado mucho desde que lo visitaron a finales del siglo pasado. No lo pongo en duda; la masificación turística había llegado para quedarse y quizá fueran ellos los últimos viajeros que pudieron disfrutar de una experiencia algo más personal. Pero tampoco estaba yo para quejarme. De hecho, estaba para disfrutar.
Una de las ocurrencias de mis progenitores primero y, por una evidente influencia, de sus hijos después, es intentar empaparse de la cultura del lugar del mejor modo posible. Decidieron que montarse en un bus público y acercarse a una ciudad cercana era una buena idea. Me subí al autobús repleto de gente del lugar como no podía ser de otro modo. Los pasajeros hablaban un idioma que resultó ser el mío, pero que no llegaba a poder entender del todo. Quizá fue entonces cuando entendí aquello que la profesora de lengua se empeñaba en enseñarnos en el instituto. Variedades geográficas del español.
Llegué a Higüey, una ciudad con unos trescientos mil habitantes. Las calles eran de tierra, sin asfaltar. El tráfico, caótico y las situaciones algo inverosímiles para un chico acostumbrado a un ambiente medio de la España central. Al bajar del autobús nos topamos con un guía contratado por teléfono para que nos enseñara la ciudad. Era un agradable estudiante de Historia con el que recorrimos los puntos más emblemáticos del lugar hasta acabar en la Basílica de la Altagracia, santuario más antiguo de América según dicen.
Mientras caminábamos distraídos por una acera, una pelea surgió en un bar cercano. Uno de los implicados sacó un gran machete y el otro algo similar a una escopeta. No soy conocedor de armas, pero diría que se trataba de una de fuego. Nos cambiamos de acera como si la cosa no fuera con nosotros. Recuerdo vagamente cómo mis padres preguntaron al joven si aquello era normal por allí y un sí suspirado como respuesta.
La anécdota no tiene mucho más recorrido, pero todavía a día de hoy me sigue haciendo gracia. Me imagino años atrás cruzando la calle de tierra a paso ligero, pero sin correr, con una cara de absoluta estupefacción. Al final regresamos al hotel, no sin antes pasar por delante de una concentración de algún tipo de grupo cristiano que proclamaba la venida inminente de Cristo y la existencia del demonio entre nosotros. Me senté en el asiento intentando digerir lo que acababa de suceder sin saber que me iba a servir para publicar un artículo mucho tiempo después y no romper así la costumbre por un día falto de ideas.
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