Hace ya algún tiempo que recuerdo con nostalgia los momentos que pasaba disfrutando despreocupadamente de la vida. Es cierto que la infancia puede llegar a estar sobrestimada cuando se observa desde una óptica madura y presente. Pero resulta evidente que los niños se divierten y llegan a ser felices, aunque sin saberlo. Quizá sea esa la gran losa que reposará el resto de nuestros días sobre una chepa cada vez más abultada por el paso de los años; conseguir lo que siempre buscamos y despreciar el sabor de la sencillez.
Añoro salir de mi casa cuando recién nacía la tarde, cruzar la calle y disfrutar de pachangas de fútbol infinitas. El sol cayendo poco a poco mientras el balón se desgastaba junto a la vitalidad de un grupo de incipientes personas. Poco a poco, la pista se vaciaba hasta quedarse inevitablemente sola. Cada uno volvía a su hogar albergando la esperanza de poder disfrutar de otra jornada similar.
En los descansos forzados de los partidos, imposibles de eludir, se comentaban cosas triviales, sin apenas importancia ni impacto en el trascurso del día y mucho menos de la vida. El tiempo pasaba y me fui haciendo cada vez más mayor. Ahora ni recuerdo la última de aquellas gloriosas tardes; a veces pienso que es porque confío en que vuelvan en algún momento.
Me gusta pensar que los chavales todavía siguen jugando en mi recuerdo fuimos la última generación de niños no informatizados. Es cierto que ya tuvimos teléfono móvil en el instituto y que nuestros primeros años de adolescencia estuvieron amparados por el auge irrefrenable de Youtube. Pero no teníamos la necesidad de publicar cada gol que se metía en la cancha. Vivimos la eclosión de las redes, pero algo más mayores.
Mi tesis se ha desplomado hoy cuando he contemplado exhausto una escena que me ha dejado al borde de la estupefacción. Un par de niños, de unos ocho o diez años, se aventuraban en sus respectivos patinetes a la casa de una amiga —por lo que he podido deducir escuchando el lejano rumor de su conversación—. Yo bajaba la calle regresando a casa después de correr mi habitual distancia. El par de chavales llamaba con insistencia al timbre de su amiga, pero no había nadie en casa. El tesón de los niños era inconmensurable: los timbrazos se repetían mientras yo, a paso decrépito, bajaba una cuesta infernal con pinchazos hasta en el culo.
Los niños concluyeron: no había nadie en casa. O su amiga les mintió o, simplemente, se tuvo que marchar. No recordaba yo que era viernes y los escolares se ven librados de su carga diaria. En ese momento, me situé a su altura, pero con un par de empujones al patinete me superaron demasiado rápido. En un abrir y cerrar de ojos, el patinete de uno de estos muchachos comenzó a zigzaguear hasta acabar en el suelo. El leñazo fue bíblico.
El pobre joven tuvo la mala suerte de amortiguar la caída con la cara en el manillar del vehículo. Hizo hasta un amago de llanto, creo. Pero no lloró, se mantuvo estoico en el asfalto de la calle mientras su colega iba a preocuparse con él. Yo también me acerqué no sé exactamente para qué. Pregunté si estaba bien, aunque resultaba obvio que no. La contestación fue un más que previsible sí. Yo insistí un poco, pero con la mascarilla era imposible poder distinguir cualquier cosa en la cara del chico. Pactamos una despedida improvisada con un “bueno, que no sea nada, tío”. Ambos me miraron y por un momento se me paró el corazón ante la posibilidad de que me llamaran señor. No lo hicieron y regresé a casa.
Cuando ya me encontraba bajo la ducha, pensé que esos chavales encarnaban las costumbres que yo creía desterradas. Fueron en patinete a llamar al timbre de casa de su amiga ¡sin siquiera saber si estaba allí! No mandaron WhatsApp ni mensajes de Instagram. Aquellos jóvenes se desplazaron con el único fin de recoger a una semejante para proseguir, quién sabe, su ronda de contacto humano, aunque creo que fue algo efímera.
La esperanza de una infancia no virtual todavía sigue latente.
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