En el fútbol se tiende a recordar con cierta estima a los vencidos. Es, en este aspecto, un deporte agradecido. Quizá es por su condición de juego de equipos o por la hinchada que alienta enfervorecida a los once que portan una misma camiseta. En realidad, el aspecto psicológico que hace del balompié un fenómeno emocional no es lo que andaba buscando cuando este artículo se ha comenzado a dibujar en los primeros compases del encuentro en cuestión.
Tigres ha caído en la final del Mundial de Clubes frente al todopoderoso Bayern de Múnich. En cierto modo, se trata de algo ampliamente previsible. Sin embargo, el fútbol tiene un componente sorpresivo y picante que invita a pensar en la constante victoria de David sobre Goliat. Muy pocas veces pasa, pero cuando sucede, el evento queda enmarcado para los restos de la historia. Tigres ha perdido, no pasará a la historia como el equipo que batió al conjunto más dominante del año en Europa, pero por lo menos estuvieron ahí para intentarlo.
En el fútbol también es común que el aficionado neutro apoye de algún modo al equipo más humilde. Quizá se trata de una cualidad humana reprimida por la cotidianidad y la rutina que aflora sólo en los momentos de placer y ocio; quién sabe. Podría decir, sin temor a equivocarme mucho, que casi todo el planeta deseaba una victoria de los Tigres de Monterrey a pesar de no conocer a más de dos hombres de su plantel. Pero de nuevo, Tigres no ganó.
Cuando esto sucedió, el espectador común cogió el mando de la televisión y cambió de canal para proseguir con su vida. Supongo que los aficionados de Tigres todavía a esta hora recuerdan una hazaña que nunca se llegó a consumar. Perder una final es un tramo duro para los hinchas, es como quedarse a un paso de pisar la luna; como si Armstrong hubiera subido de nuevo la escalerilla para retornar a la tierra sin ofrecer a todo el mundo lo que este quería de él.
A pesar de todo lo que pueda decir del partido, Tigres perdió y, además, lo hizo merecidamente. El conjunto mexicano no ejerció en ningún momento de equipo dominante y siempre se conformó con su rol de dominador. Los delanteros extasiados no remataron satisfactoriamente a puerta y casi todo el terreno recorrido por los arietes fue en pos de una mejor defensa. El guardameta Nahuel Guzmán cuajó una actuación mediocre aliviada por el videoarbitraje y por su propia suerte. Al final, sólo un remate acabó por besar la red de su portería debido a una pésima salida por alto, todo sea dicho.
En resumidas cuentas, Tigres no mereció ganar. Dicho de otro modo: el Bayern de Múnich es justo campeón del Mundial de Clubes de la FIFA. No obstante, el carácter agradecido de un deporte que nos alivia una existencia ligera hará que recordemos con buen sabor aquel equipo centroamericano que plantó cara a unos alemanes siempre enfadados.
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