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Estrés no traumático

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Llevo muchos años dándome cuenta de que no soy normal, aunque creo que ninguno de nosotros es estrictamente normal. Pero yo no soy normal en muchos aspectos. El mundo que más conozco es el de la educación porque es donde he pasado más tiempo. El mundo laboral ya lo dejamos para otro día.

Desde mis inicios como mal estudiante me di cuenta rápidamente de que el agobio existente en una inmensa mayoría me resultaba sucintamente superfluo. Lo que al resto de la clase le acojonaba a mí me daba un poco igual. Quizá por eso pasé por el instituto sin pena ni gloria, pero con un hecho que exhibo casi con orgullo: no estudié intensivamente en ninguno de mis cuatro años como estudiante de la ESO. Tiene un poco de mérito, la verdad; no repetir curso ni arrastrar más asignaturas que matemáticas sin que las semanas de evaluación resulten un caos en plena ebullición hormonal e histérica propia de la adolescencia es un acontecimiento remarcable en mi corta historia personal.

Aún recuerdo como felices los días como estudiante de instituto. En mis primeros años recuerdo que era tan extremadamente vago que cargaba la mochila con todos los libros de todas las asignaturas y así era imposible que me faltara alguno. Una solución rudimentaria a un problema sencillo; quizá una definición de mi vida. Al final, cuando la mochila pesaba demasiado en los siguientes cursos opté por prepararla la noche anterior, eso sí, cuidadosamente porque jamás se me olvidó un libro o cuaderno en casa. Además suelo acostumbrar a ser bastante sincero; si no hacía la tarea y el profesor me pillaba, me hundía con el naufragio de mi pasotismo. La mayor parte de mis compañeros optaban por excusas tan fáciles de crear como de desmontar. Siempre he pensado que si el resultado va a ser invariablemente el mismo, qué mínimo que mostrar un poco de amor propio por medio de la vía de la honradez. Como cuando el árbitro pita penalti o expulsa a un jugador; qué más darán las recriminaciones de los jugadores si la decisión ya es inamovible.

Así trascurrió mi etapa inicial como estudiante. Recuerdo semanas de evaluación en las que me lo pasé extraordinariamente bien. Me acuerdo ahora de una en particular, la de el último trimestre de primero de la ESO. Durante esa semana de supuesto calvario, dediqué la mayor parte de mis tardes a manejar un artilugio de transporte que se había puesto de moda y recibía el nombre de waveboard. Ni siquiera era mío, se trataba de un cacharro de mi hermana y, a pesar de que soy bastante torpe con esa clase de instrumentos, aprendí a domarlo a medias en tardes plácidas de junio que todavía no llegaban a ser sofocantes. Todo un placer, vaya.

Conforme me fui haciendo mayor, aumenté la carga de la autoexigencia. Esto empezó cuando comencé bachillerato. Cuando alguien me pregunta ahora asombrado por el nivel de elocuencia que puedo llegar a alcanzar en cualquier intervención, conversación o debate por mi paso por la enseñanza cuento esto. En primero de bachiller me propuse estudiar, hacerlo de verdad, no como antes. Recuerdo que aprobé la asignatura de latín en cuarto de la ESO sin aprenderme siquiera la primera declinación gracias a mi facilidad con la historia. Bordaba la teoría y con eso me aseguraba el aprobado, luego tiraba la caña en la traducción por si salía algo. Pero bachillerato fue distinto. Quizá porque el verano anterior me lo pasé trabajando, cuatro horas diarias en buenas condiciones, y decidí que aquel mundo no era el mío: debía empezar a estudiar de verdad.

Entonces cogí el hábito de estudiar de pie y me di cuenta de mi asombrosa capacidad de concentración en cuanto a productividad y duración. Me pasaba tardes estudiando sin parar, literalmente ni siquiera iba al baño, durante cuatro o cinco horas. Luego cenaba y me iba a la cama como el hombre más feliz y dichoso del mundo sabiendo que había hecho todo lo que estaba en mi mano para sacar adelante el examen de turno. Pero no sólo estudiaba el día de antes, lo hacía con un plan milimétrico que me permitía vivir sin agobio. Estudiaba mucho y llegaba al examen con la misma presión que cuando me iba a la playa. La lógica era arrolladora: si me sabía todo, qué más da lo que me pusieran. Y así iba yo triunfal y campante antes de entrar en la universidad. Igual que antes metía todos los libros en mi mochila, ahora encajaba todos los conocimientos en la biblioteca de mi cerebro. Un plan sin ningún tipo de fisuras. Y precisamente es lo que no hubo. Porque, si bien es cierto que en primero me costó acostumbrarme a un nivel de exigencia autoimpuesto muy alto, pasé de cero a cien bastante rápido.

Con la selectividad tracé el mayor plan de estudios que se me haya presentado y estudié durante un mes todos los conocimientos que adquirí durante ese año siguiendo la misma fórmula que me había aupado al éxito en anteriores retos. La cosa salió más que bien porque ya tenía los deberes hechos antes de que me los pidieran. Yo me los pedía antes que nadie.

Ahora estoy en la universidad y el nivel de exigencia externa e interna que los estudios cursados me exigen no llegan ni a un cuarto de lo que me imaginaba. Ahora cada vez que me meto en Twitter no paro de ver comentarios de estudiantes estresados por un «enero fatídico». Entonces yo me pregunto qué estaré haciendo para aprobar todas las asignaturas sin agobiarme. Mis padres me suelen decir que soy un tipo tranquilo, quizá el más tranquilo que pueda llegar a existir. Y a veces envidio no seguir conservando aquella tenacidad para estudiar de cuatro a nueve. Pero la vida son etapas, como todo.

Recuerdo un último día de estudio de la última semana de evaluación en primero de bachiller. Recuerdo que al día siguiente tenía examen de economía y aquella sofocante tarde de junio me encontraba estudiando sudoroso los últimos temas del libro. Cuando llegaron las nueve de la noche mi familia me reclamó para cenar. Tan sólo me quedaban un par de páginas por estudiar, pero ya era demasiado tarde como para seguir dándole al tema. Nunca he estudiado de noche ni de madrugada. Cené y me fui a la cama sintiéndome plenamente feliz por cumplir mi cometido. En el examen del día siguiente entró una pregunta de ese epígrafe que no había llegado a estudiar y me entró la risa porque no podía volver a casa para estudiarlo. Me lo inventé y no fue mal. No llegué al diez, pero no bajé del notable alto. Seguramente si me hubiera quedado quince minutos más, hubiera rozado la perfección en ese examen, pero no hubiera cenado con mi familia. Cuando entregué el examen sabía que tenía una anécdota para contar el resto de mi vida. La moraleja la descubrí pronto. Aquel día aprendí que hay algo más que algunas décimas en un examen y que todo en esta vida tiene un límite.

Ahora, once y pico de la noche gélida de un dos de enero, muchos de mis compañeros de clase estarán dándole vueltas a los próximo exámenes, pero yo no. Puede que sea un poco irresponsable, es cierto, pero de momento estoy dedicando mi tiempo libre a leer Una tierra prometida de Obama. Un libro que puede ser útil en alguna conversación. Y mientras podría estar haciendo un trabajo sobre las instituciones españolas y su relación con la Unión Europea estoy escribiendo un artículo que calculo no leerán más de diez personas. Pero el placer de aporrear el teclado para ver finalizado un artículo que colgaré en una página web que lleva mi nombre y está creada única y exclusivamente por mí es indescriptible.

Con esto no insto a nadie a seguir mi ejemplo. Quizá sea hasta poco recomendable tomarse la vida al estilo take it easy (tómatelo con calma), pero es lo que a mí me hace feliz. Porque mientras muchos de mis antiguos compañeros de clase se reventaban la cabeza contra los libros de texto la noche de antes del examen, yo dedicaba esos minutos a terminar la novela de turno. Y al hacer esto gané en expresión, vocabulario, experiencia y amplitud de perpectiva. Este modo de vida mío me llevó a tomarme de buen grado las dos operaciones por un carcinoma basocelular, lo que viene a ser un tumor malo, en un párpado porque ¿qué podría hacer yo ante los designios del destino? Me lo tomé hasta a cachondeo. Y no exagero. Cuando tenía el ojo cosido totalmente y tapado por gasas y vendas, me desperté el día siguiente de mi primera operación en mi cama con ganas de hacer reír. Cogí un bastón para andar de un paragüero y fui dando tumbos por la casa pidiendo un poco de caridad cristiana al grito de «da mihi elimosinam propter amorem dei».

Al fin y al cabo, el trabajo de un estudiante es estudiar, pero ello no conlleva el pseudoestrés al que parece estar sometido la mayor parte del alumnado. La carga suele ser tan pesada como quiere imaginar el que la lleva. En mi caso pesaba de cojones porque me metía todos los libros en la mochila y de no haber dejado ese hábito ahora andaría como Quasimodo. El esfuerzo es necesario, pero presumir de ello en las redes incluso anticipando su aparición resulta hasta ridículo.

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