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El trastorno del inmortal

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El trastorno del inmortal

Hernán se levantó, como todos los días, intentando suicidarse en vano. Había mucho empeño en su esfuerzo desesperado por librarse de la pesada carga que le agotaba los hombros desde hacía nada menos que una eternidad.

—Otro día más en el paraíso —sentenció.

Bajó las escaleras de su casa con la soga pendiendo de lado a lado enfrente de su cama. La visión hacía demasiado tiempo que dejó de inquietarle. Ni siquiera se preocupaba por averiguar qué pasaría si el desenlace fuera inesperadamente distinto; poseía la certeza de la vida a diferencia del resto de mortales. Era el único ser humano existente incapaz de conocer a la muerte. Tenía tantos años que ya ni se acordaba del número. Perdió la cuenta cuando tomó consciencia de que su estado iba a permanecer inmutable por el resto de los siglos. No sabe en qué momento pensó que efectivamente su cuerpo permanecería incorrupto pasara lo que le pasara; quizá fuera cuando sus hijos fallecieron y él se veía mucho más joven que ellos. Optó por no tener más y cuidar a su descendencia hasta que el último de su estirpe se hizo monje y murió en un monasterio.

Había tenido más de quinientos perros en toda su vida y, cuando se aburría mucho, Hernán jugaba a intentar recordar el nombre y la raza de cada uno de ellos en orden. No valía saltarse un par, Hernán se ponía muy estricto con sus juegos mentales para intentar derrotarse a sí mismo y convencerse de que debía morir por cambiar el nombre de Rocco por el de Freddy, perros que tuvo allá por el siglo XVIII. Se condenaba a muerte por perder y jugaba a morirse. Unos días se tiraba por la ventana de cabeza buscando abrir en el suelo un agujero capaz de enterrar a un dinosaurio; otras veces comía tanto como para hacer reventar a un buey y, cuando ya no podía más con su vida, se tumbaba en la cama durante meses sin comer ni beber nada.

El tiempo le había dejado sin amigos y con una inmensa fortuna. Sólo por haber vivido el pasado era capaz de predecir ciertos movimientos futuros. Hernán se ganó una cierta fama entre los economistas y agentes de valores por apostar toda su fortuna contra el mercado inmobiliario en 2008. Ganó, como casi siempre. Ahora vivía en una casa frente al mar en la caribeña costa de México. Una mansión grande y blanca con sala de cine, billar, bolera, playa privada, garaje con coches de lujo y habitaciones como para hospedar a alguna pedanía. No era feliz. Era imposible que fuera feliz porque el tiempo le había robado su propia muerte. El destino le arrebató aquello que tanto quería y de lo que ya casi ni se acordaba.

Hernán no se solía juntar con la gente porque odiaba estar entre multitudes. De vez en cuando llamaba a alguna amiga para que le hiciera compañía, pero nada más lejos de eso. No daba fiestas ni acudía a las que le invitaban. Era ciudadano de un país que ya ni existía por lo que no tenía ni identificación ni pasaporte. Un avión privado y contactos en la mayor parte del mundo hacía posible que Hernán viajara donde le apeteciera en cualquier momento. Su aspecto era el de un hombre joven, de unos treinta y muchos o cuarenta y pocos. Con algo de barba y el pelo corto para no molestar. Había salido en las noticias tantas veces que ni se acordaba. Una vez fue un náufrago que pasó casi un año flotando en alta mar y que fue recogido por un pesquero filipino. Otras veces se le presentó como el hombre que había subido el Everest sin oxígeno y en pantalones cortos para luego tirarse de la cima con un traje de pájaro. El golpe que se dio al aterrizar sonó en Katmandú, pero el tipo se levantó como si se hubiera tirado a una piscina. También recordaba con cariño cuando compró un terreno en el norte de África y empezó a cavar con sus propias manos en la arena hasta encontrar petróleo. Algunas de estas hazañas las tenía enmarcadas en su hogar que, por cierto, estaba decorado con un gusto exquisito.

Hernán se levantaba tras su frustrado intento de encontrar la muerte y desayunaba un zumo de naranja recién exprimido por él mismo. Se lo bebía y buscaba algo que llevarse a la boca. Cada día algo diferente. Acto seguido leía el periódico. Le traían prensa de todo el mundo y gracias a su longevidad dominaba todas las lenguas que se han podido hablar en la historia de la humanidad. Algunas veces pensaba en hitita y lo traducía inmediatamente al malayo. Leía los periódicos franceses, americanos, españoles, ingleses, africanos y asiáticos. Le daba igual de qué día fueran porque según él, “todo siempre es la misma mierda”. Había visto de primera mano las catástrofes humanitarias más despiadadas de la historia y asistido a las violentas guerras en las que los hombres se disputaban un trozo de tierra. Hernán estaba curado de espanto; nada le daba miedo ni le asombraba porque el tiempo, con todas sus consecuencias, se había dedicado a pulir su corazón hasta dejarlo gris, macizo y deforme. Era incapaz de sentir asombro por nada. Las sorpresas no le sorprendían desde que Colón regresó de las Indias diciendo que había encontrado una nueva tierra, un continente desconocido. Lo demás vino rodado: el Crack del 29 le pilló jugando al billar solo, pero él ya no tenía acciones porque se deshizo de todas bastante antes, la Primera Guerra Mundial era tan previsible como el romper de una ola en la orilla; sabía antes que el propio Hitler que Alemania invadiría Polonia y así con todo.

Lo único que todavía no podía predecir nunca era el fútbol. Casi siempre se equivocaba y probablemente era lo único que le mantenía atado a una vida que había vivido como nadie. La mayoría de las veces erraba en su predicción de campeón de la Champions League y por eso no apostaba. Veía los partidos convertido en un ser humano normal. Se había hecho de todos los equipos posibles desde que el deporte rey nació. Era de épocas y no de aficiones, normalmente seguía a la generación de jugadores que más le gustara hasta que se dispersaran por Europa o se retiraran. Entonces buscaba otro equipo con otros jugadores y así siempre. Pero cuando no había fútbol, Hernán volvía a saberse inmortal y conocedor de todas las caras del destino.

Una vez pensó que, si viajaba al espacio y se quitaba el traje en medio de la más absoluta inmensidad, moriría al instante. Lo intentó, pero la evaluación psicológica de la NASA lo calificó como no apto y mandó a la luna a un tal Armstrong. Esto le valió por un año en la cama lamentándose por su infinita locura. En aquella época no había Netflix por lo que se dedicaba a leer, dormir y simplemente estar. Perdió una oportunidad más para poder morir, pero en el fondo sabía que iba a dar igual, que se podría tirar en plancha desde la estratosfera y caer en lo alto de la Torre Eiffel y derrumbaría el amasijo de hierro antes que morirse. Por eso volvió a levantarse de la cama y retomar su habitual actividad.

Había escrito mucho durante tanto tiempo. De vez en cuando, pasaba un año entero sin descanso transcribiendo sus memorias porque el soporte se debilitaba y podría perderse para siempre. Hizo esto hasta que tuvo un ordenador y realizó la tarea por última vez. Le gustaba la informática porque todo era más fácil. Aunque en otro tiempo no le importó cruzar mares para encontrar alguna copia de un libro perdido. Ahora todo estaba aquí y ahora en un simple y austero segundo. La información se agolpaba para que todo el mundo la pudiera encontrar, pero nadie la buscaba. Quizá esto fuera por lo que Hernán odiaba a la humanidad; la especie se había convertido en irresponsable y necia. Él sabía mejor que nadie que el pasado tampoco fue mucho mejor, pero había creído siempre en la prosperidad de la humanidad hasta que dejó de hacerlo. Hernán había conocido los periodos dorados de la historia: conquistó con César la Galia, peleó con Ramsés II en la batalla de Qadesh, se mantuvo firme cuando su amigo Sócrates murió por ingerir cicuta y luchó contra los moros juntando la espada con don Pelayo. Hernán sabía más de la vida que la vida sobre él.

Hernán no era un libro cerrado, siempre estaba a gusto hablando de lo que se le preguntara, sin embargo, normalmente la gente no le preguntaba lo que él quería contar y sólo interesaba el porqué de su cancelación a la visita del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001 o su implicación en la recuperación de la economía mundial tras la quiebra de Lehman Brothers. Nadie quería preguntar por el aspecto real de Nefertiti ni por las actitudes de Diógenes de Sinope. Todo el mundo buscaba la codicia y el dinero como fines únicos de la vida. Hernán lo podía entender porque en su vida efímera y mortal, procuraban mantenerse alejados de las preocupaciones de la vida mundana que da el trabajo. Se solía reír de los que decían que el trabajo es salud. Él había pasado años como esclavo voluntario en una plantación de algodón en Alabama junto a esclavos negros de verdad que rezumaban sangre por las cicatrices de la espalda provocadas por los latigazos de los capataces. A él no le solían pegar porque era blanco, no hablaba y trabajaba bien, pero algún día se llevó castigos por intentar escapar sin previo aviso. El castigo fue sin querer porque lo que realmente buscaba Hernán era que los perros le despedazaran. Lo intentaron, pero no pudieron y acabaron jugando con él. Los dueños de la plantación no daban crédito y le adjudicaron el puesto de adiestrador de canes. Desde aquel momento ningún perro rabioso volvió a morder a ningún negro fugitivo.

Se marchó de allí como hacía de todos lados, sin dejar nada atrás y sin un porvenir claro. Se fue de un sitio y llegó a otro para después marcharse a la otra punta del globo. Había estado criando ovejas en Nueva Zelanda y viviendo en Alaska como leñador. Conocía casi todos los oficios existentes, incluso los que ya no se utilizaban. Ejercía como linotipista en sus ratos libres y aún escribía a máquina. Incluso de vez en cuando se fabricaba sus propias tablillas de arcilla para volver a escribir en cuneiforme. Le daba igual casi todo porque él no importaba a nadie. Hernán era un hombre solitario que vivía con la única ilusión de morir en algún momento de su longeva existencia. Todos los amigos que tuvo en su vida ya se hallaban bajo tierra, solamente le salvaba de una desgarradora soledad la compañía de su perro porque siempre tenía uno.

Le gustaban los perros grandes y peludos porque ellos sufrían el mismo trastorno que él: eran inmortales al menos en apariencia. Hernán pensaba que los canes le comprendían porque no tenían una percepción de la muerte propia tal y como la tienen los humanos. Sus perros le acompañaban en una vida disoluta entre diario y con algo de emoción los fines de semana porque había fútbol. De vez en cuando, cruzaba el Atlántico a nado para plantarse en la final de la Champions y ver a un nuevo campeón, claro que debía iniciar su viaje mucho antes de que el partido se jugara. No obstante, como el tiempo era un concepto tan tonto como la muerte para Hernán, hacía lo necesario para pringarse del ambiente emotivo de los mortales.

Él no se veía a sí mismo como un individuo fruto de una raza diferente o superior, era uno más, pero maldecido. Jamás había encontrado a nadie con el don de la inmortalidad, sí de la longevidad. Había visto a los hombres y mujeres más ancianos del mundo con una debilidad tal que se preguntaba si de verdad merecía la pena hacerse tan viejo para continuar respirando una bocanada más de aire. Luego acababa por entenderles; sabía que ellos estaban condenados a morir en algún momento y que lo que dejaban atrás era lo único que les ataba a un mundo que ya no tenía nada que ofrecerles. Viejitos y desvalidos acababan por perecer entre las lágrimas de sus seres queridos y la mueca de Hernán diciendo “ya te fuiste, cabrón carcamal”. Porque él seguía allí y los otros no.

Yo conocí a Hernán por suerte, cuando intentaba hacer un reportaje para una revista de poca monta sobre los enigmas de la tumba de Tutankamón. Me recomendaron hablar con él porque se suponía que era un reputado egiptólogo si no el mejor de todos. Pagué el vuelo a Cancún con los pocos ahorros que tenía y deposité toda la confianza, y el dinero, en aquel reportaje. Una vez hube llegado, Hernán me recibió cortésmente y, tras ofrecerme un sinfín de bebidas y aperitivos, comencé a charlar con él. Al principio hablamos de Tutankamón, el Valle de los Reyes y los ritos funerarios del Antiguo Egipto dentro de las diferentes épocas, lugares y dinastías. Luego se hizo de noche y hablamos de otras cosas. Ahí fue el momento en el que me di cuenta de que aquel supuesto egiptólogo encerraba algo extraño. Le pregunté que cómo sabía tanto de tantas cosas y me respondió que es que era inmortal y que había nacido hacía demasiado tiempo.

Yo me lo creí, aunque suene raro porque lo que no resultaba creíble era la cantidad de datos, fechas y nimiedades que narraba como si fuera él el protagonista de la historia. Hablamos durante muchos días y sus respectivas noches. Me contó infinidad de cosas que jamás nadie vivo puede llegar a saber; me contó cómo anhelaba morir día sí y día también. Recitó de memoria cada mañana su lista casi interminable de perros. Perdí el vuelo de regreso porque me sentía tan bien con aquel hombre que no quería volver a terminar mi reportaje sobre una momia que probablemente Hernán conociera en vida. Le pregunté sin parar sobre todo lo que se me venía a la cabeza y él me respondía con una narración tan larga que duraba semanas.

Probablemente se nos pasó un año en aquella mansión caribeña. Creí convertirme en su amigo. Me enseñó a invertir en cosas que me reportaban grandiosos beneficios y al cabo de pocos meses, y gracias a su dinero prestado, me di cuenta de que ya no necesitaría trabajar nunca más gracias a la cuantiosa cantidad de dinero que gané en muy poco tiempo. Entonces nos dedicábamos a tumbarnos en la playa y mirar la inmensidad del horizonte. De vez en cuando me decía:

—¿Lo ves?

—¿El qué? —respondía yo.

—El horizonte.

—Claro.

—Pues ahí he estado yo.

—¿Tan lejos?

—Tan lejos.

Un día me dijo que quería marcharse. La verdad es que no sé adónde quería ir, no sé si él lo sabía, probablemente no. Yo le pregunté entonces qué iba a hacer yo sin él a lo que él contestó que lo mismo que él sin mí. Al día siguiente partió no sin antes intentar reventarse la cabeza tirándose en picado desde su ventana. Se metió en el mar con un bañador y nadó hacia el horizonte. Comprendí entonces que era verdad lo que me había dicho, que él había estado allí, tan lejos de todo y tan cerca de él.

Ahora escribo esto porque me pregunto con quién estuve conviviendo tantos meses. Lo más probable sea que no se llamara Hernán y que ese nombre lo adoptara en honor a alguien que conoció por tierras desconocidas entonces. Tampoco sé dónde se encontrará ahora ni si podrá leer esto. Sólo quería decir que en algún lugar del mundo existe una persona que vive por siempre y que, por más que lo intenta, no acaba de matarse.

Un saludo para el tipo que vive con perros y sueña con su entierro y una muchedumbre festejando el cese de una vida tan larga como un recuerdo.

El corresponsal, abril de 2018.

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