Hay siempre, en algún lugar de nuestro día, una sonrisa o indicio de la misma que nos avisa de la que nos está por caer. Es lo que yo llamo la sonrisa del mal.
Se trata de un gesto rutinario que confiere a su portador la condición de cabrón y de carente de empatía y al afectado un marrón cualquiera. Es una actitud profética porque cuando sabes identificarla ya puedes ver venir lo que está de camino, pero eso no te quita la jodienda de encima. Si la sufres, eres carne de cañón para algún problema rutinario.
No tiene por qué ser en sí una sonrisa de alguien a alguien, es más bien un detalle que la cruda realidad te muestra en forma de colmillo blanco y afilado para que, a base de mordiscos y cicatrices pasadas, termines por aprender a sobrellevarlo. Porque la vida es una cuestión llevadera; como se suele decir, no quedan más pelotas que cargar con lo que haga falta, ¿qué se va a hacer de otro modo?
La manera en la que la gente jode y deja de joder es digna de estudio, de tesis doctoral y de enmarcado en un despacho cutre con muchos diplomas. La sonrisa asoma por una esquina de la visión periférica, pero ya la he visto, ergo deduzco que estoy jodido sin remedio alguno. No me queda más que aguantar el chaparrón estoicamente confiando a ciegas en que el sol saldrá mañana por el este y dejará las cosas más o menos en su sitio.
Vivan y dejen vivir, pero no anden jodiendo porque las consecuencias que esto implica son tan graves como lo quieran imaginar.
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