Querido abuelo:

Te escribo esta misiva porque esta mañana me he enterado de que ya no voy a poder hablar más contigo. El hecho es que es algo incongruente el motivo, pero me da un poco igual, la cosa es hacerlo.

Tengo la fortuna de tener buena memoria; por ello me acuerdo de muchas cosas. Me acuerdo por ejemplo de cuando, con mi mente aún pueril, intenté explicarte qué era y cómo funcionaba Internet. Cuando más o menos lo entendiste, me preguntaste si de verdad podía encontrar cualquier cosa en el ordenador. Lo primero que quisiste saber fue la causa de la muerte de Manolete. No puedo evitar reírme porque ya por aquel entonces me hizo gracia. Lo busqué y lo leímos. También me acuerdo de otras cosas como de cuando nos intentabas explicar el comienzo y el fin del Mediterráneo o de cuando cargabas con todos los pertrechos y un carro en la playa y dijiste «me habéis hecho caminar por el desierto».

Eras un buen tipo. Los nietos conocen a los abuelos ya mayores, es una ley de la vida, por lo que no sé a ciencia cierta cómo eras de joven. Me hacía mucha gracia todo lo que me contabas. No sé exactamente por qué, pero así era. Hasta el último día que hablamos nos reímos contando lo ahorradora que era mi hermana. Me reía siempre, nos reíamos. Ahora decías que íbamos a montar una panadería porque hago pan. Lástima que no lo probaras, pero está muy bueno, te lo aseguro.

Siempre decías a la gente que tenías un nieto escritor. Yo nunca me he considerado tal cosa, pero me hacía sentir bien. No me vanaglorio de que tú, mi abuelo, presumieras de nieto, simplemente me hace sentirme útil, aunque sólo sea por un momento. Es cierto que no nos veíamos demasiado, dos o tres veces al año, pero yo sé de buena mano que esperabas expectante la llamada de alguno de tus nietos. Cuando yo descolgaba el teléfono y me decidía a hablar contigo, una voz llena de alegría resonaba al otro lado de la línea «¡David!» y yo decía aquello de «hombre, abuelo» y me echaba a reír sin motivo aparente. Porque qué motivo se necesita para reír. Ahora es momento de cuestionárselo. Me siento bien al pensar que la última vez que te vi, comimos en abundancia y en presencia de un hombre muy gracioso; me siento bien al pensarte.

No me preocupo bastante por tu bienestar, sino por el de los que aquí se quedan. Sé que tú estarás bien, aunque no sé ni dónde ni cómo. Entiendo la vida de una forma diferente, pero tú eso ya lo sabrás. No me gustan ni los tanatorios ni los entierros, por ello te mando esta carta en el mar de Internet para que, con algo de suerte, te pueda llegar de algún modo y comprender todos los sentimientos que has dejado atrás.

Lamentablemente ya no nos podrás contar tu nueva invención o la noticia creada a tu manera que habías escuchado en algún canal y luego la información terminó por mezclarse. Es una lástima, pero tendremos que continuar nuestro camino con el recuerdo. Porque el recuerdo es el anhelo de los que están y la vida de los que ya la han perdido. Porque sin recuerdo no seríamos más que cualquier árbol de la calle y vivir carecería de gracia y sentido. Somos el aliento de los que han estado con nosotros y la fuerza de quienes nos empujaron hasta donde pudieron; somos una medida de tiempo creada a nuestra imagen y semejanza, somos lo que fuimos, pero también lo que nos hicieron. Y tú, abuelo, me hiciste pasar buenos momentos y, a pesar de que hoy no esté allí donde tú yaces, estoy aquí donde escribo en tu memoria. No sé si algún día te haré caso y seré al fin un escritor, no obstante, lo que soy es tu nieto y con eso me conformo.

Totalmente tuyo.

Cuídate.

David Jiménez Flores, tu nieto, el que escribe y se reía contigo.