Me gusta leer filosofía. Me gusta comprender el pensamiento de sabios que vivieron mucho antes que yo, especialmente si son griegos o romanos, aunque me termina dando igual. El caso es que la virtud, como término y elemento, es algo estudiado y comprendido desde los inicios del pensamiento filosófico.
Así como también lo es la realidad por un motivo evidente: vivimos en ella. La realidad es todo aquello que tiene cabida en nuestro mundo, en la concepción social y personal de cualquier cosa. La realidad es lo real, valga la redundancia.
Hoy en día tenemos apartados ambos términos de nuestra vida cotidiana porque ya no importa si algo es real o las virtudes que uno tiene; ahora sólo importa lo que se puede vender y su precio. Lamentablemente, la deriva del consumismo salvaje en todas sus vertientes ha creado un monstruo devorador de juicio y razón. Vivimos en el presente más inmediato, nuestra realidad se limita a lo que el dinero puede llegar a comprar o no. La mentalidad crítica ha ido apagándose en nosotros hasta no ser más que una luz que se enciende de vez en cuando: cuando vamos a votar o cuando tenemos problemas sociales. Y paren de contar.
La extensión limitada de la realidad actual ha provocado que la literatura, el arte o la filosofía pierdan terreno a favor de la economía o el marketing. Esta deriva produce a su vez un sesgo cultural del que es muy difícil salir porque nadie rema en un mismo sentido, bueno, todos reman en el sentido en el que el patrón manda, pero no es el adecuado.
Las virtudes tradicionales de un individuo y una sociedad se han diluido en una mezcolanza de valores interpretativos y relativismos de todo a cien que no valen para nada. El punto de vista moral o ético ya no se tiene en cuenta ni para la más nimia de las decisiones porque la realidad atañe a lo meramente material.
Me apena sentirme parte del circo en el que se ha convertido el mundo, pero me alegra saber que, por lo menos, no soy parte del show.
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