Muchas veces me pregunto a qué se debe la situación presente, no obstante, me lo suelo responder yo solo al momento: al transcurso impasible de la historia. Me pregunto entonces por qué las cosas sucedieron como lo hicieron; nunca llego a entender ciertas cosas, pero no por ello dejo de planteármelas. No sé qué hubiera pasado si Japón no llega a atacar Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941 ni si Hitler hubiera triunfado en su toma de Gran Bretaña en la Operación León Marino de haberse completado. Hitler decidió lanzar la Operación Barbarroja y las Islas Británicas quedaron libres del asedio nazi y Japón atacó la base militar estadounidense de Pearl Harbor y metió al gigante americano a la guerra de cabeza.
Las cosas, en ocasiones, suceden porque deben suceder así, pero no por ello debemos dejar de cuestionarnos el papel que tomaron las fuerzas contendientes en el problema que se trataba de solucionar. Y no hablamos ya de guerras, sino de cualquier situación límite que se pueda plantear como el Crack del 29 o la crisis económica de 2008. Hay cosas que son por naturaleza imprevisibles, sin embargo, no por ello no se puede llegar a pensar que no van a ocurrir nunca. Es por este motivo por el que el sistema termina fallando, siempre nos quedamos en los reductos de lo cotidiano mientras la normalidad conocida hasta entonces comienza a hacer aguas por todos los lados. El problema es de la clase gobernante, sí, pero en última instancia no deja de ser nuestro porque gracias al apoyo de una masa social como la sustentante de España las cosas están como están.
No porque nadie pudiera imaginar, que ya lo imaginaron, que un virus proveniente de China pudiera arrasar el sistema sanitario y la economía mundial no debería haber ocurrido nunca. Una cosa no llega como conclusión a la siguiente. Las cosas terminan pasando por algo, pero pasan. No sabemos si un chino se comió sopa de murciélago, si fue la putrefacción del mercado de Wuham o el error, voluntario o no, de un operario del centro de experimentación sanitaria de esta ciudad china los desencadenantes de una catástrofe imprevisible para muchos, pero posible para tantos otros.
Caemos fácilmente en el «te lo dije» o «ya lo sabía» sin conocer lo que podríamos haber hecho si realmente hubiéramos puesto en marcha algún mecanismo capaz de repeler las consecuencias brutales de una acción vírica conjunta y global. Porque la especie humana presume de lo que carece y siempre tendemos a prodigarnos como salvadores universales de un problema con difícil solución y del que hemos sido con toda probabilidad partícipes. Yo, como la mayoría de ustedes, no creo que tenga un peso específico grande en la expansión del problema actual derivado de la transmisión exponencial del COVID-19. Es cierto, podemos pensar que somos inocentes y dormiremos con la mente despejada bajo el reposo de un cálido sueño que nos limpiará la posible culpa de nuestras mentes. Pero también podemos exigirnos fundar una nueva cepa de individuos con capacidad de autocrítica, pensamiento racional, ponderaciones morales más allá del inmediato yo y construir un nuevo espacio donde ser y estar.
Porque es verdad que la clase política siempre hace las cosas mal, pero debemos plantearnos qué hacemos nosotros por hacer las cosas bien. Si ellos no son más que un reflejo caricaturizado de las diferentes tribus sociales que en España coexisten, ¿en qué lugar quedamos nosotros? En el mismo o peor que ellos porque gracias a nuestra complicidad una ingente cantidad de ineptos e indecentes se encuentran ahora pilotando un avión que ni hicieron despegar ni tienen como objetivo aterrizar. Ahora queda ser juez de uno mismo para poder actuar con el criterio que la realidad nos pide con los demás. Pasó lo que no podía pasar y nos pilló relajados porque era imposible, sin embargo, sucedió.
No queda más que refundar un cuerpo social de por sí corrupto y negligente para instituir una nueva estirpe de ciudadanos libres de verdad, con todas las consecuencias implícitas en ello. Nos queda adscribirnos al Manifiesto de la decencia y dejar a un lado a toda la carga inservible de elementos y personajes que no hacen más que daño: informadores no informan, políticos que desgobiernan y prejuicios que nos acaban minando. Somos el fruto de las decisiones que tomamos y no el de las decisiones de otros, como nos gusta pensar.
No podemos olvidar que somos hijos de lo imposible porque nadie en su sano juicio apostaría por que una célula entre millones encuentre a otra y eso acabe siendo un ser humano completo, pero a la vez nos negamos a valorar la posible consecuencia de un acto improbable. Las consecuencias de un acto catastrófico son ilimitadas, pero la previsión siempre tiene un coste, normalmente económico y asumible.
Pasó lo imposible y sólo nos queda remar para que vuelva a suceder y que la «nueva normalidad» tenga todo de nueva y nada de anterior normalidad. Somos tan libres como lo deseemos, ahora sólo toca actuar en consecuencia.
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