Asistimos atónitos a la crisis de confianza más grande que la humanidad ha experimentado en la era contemporánea. Ya no sabemos qué leer ni a quién. Procedemos a intentar seguir con nuestra habitual rutina, pero nos quedamos siempre relegados a la más rabiosa actualidad, como suelen decir los periodistas, que no es más que un infierno de Dante llamando a nuestras puertas. Abunda la muerte y la enfermedad en tiempos en los que nos creíamos dueños del universo, la catástrofe no ha hecho eco, nos ha reventado frente a nuestros ojos perplejos que aún no creían lo que visionaban por la tele.
De vez en cuando se nos ocurren ideas buenas, ideas nobles con características propias de otra época en la que podíamos salir a la calle sin mascarilla ni miedo a un elemento ridículamente minúsculo: leemos un libro, volvemos a ver una buena película o charlamos con la familia con cualquier excusa banal. Volvemos a sentirnos personas y no piezas de un gigantesco tablero que van cayendo poco a poco hasta que el juego acaba por ausencia de jugadores. Sentimos esos retazos de cordura que nos permiten seguir a pesar de las dificultades que van surgiendo día tras día.
Olvidamos lo importante en tiempos de lo pasajero y ahora lo estamos pagando con unos intereses injustamente altos y sin firmar ningún contrato. Olvidamos lo que significaba reunirse con gente querida para preguntar cómo estaban y que nos respondiera que tirando porque había suspendido un examen. Fíjense lo que habremos cambiado que ahora hasta echamos de menos tener este tipo de problemas y contárselos a alguien mirándole a los ojos. Necesitaremos volver a volver para prodigarnos como estandartes de la normalidad y comenzar a querernos tanto o más que antes.
Para algunos, el confinamiento no es más que un periodo de reclusión involuntario. Es así, pero no nos damos cuenta que los que tenemos esta visión del problema somos los más afortunados del asunto; mucha gente ve el confinamiento como un «ojalá pudiera estar yo en mi casa» y los menos afortunados ni siquiera lo ven.
Somos hijos de la comodidad y hemos hecho de nuestros hogares centros conectados con todo y todos, o al menos eso creíamos. A Google le doy las buenas noches y me contesta con el tiempo de mañana, pero no me da un beso ni me arropa en mi cama. La tecnología no sustituye por completo a las personas y parece ser que hemos tomado conciencia de ello. Estoy seguro de que muchas personas se han aventurado a escribir por primera vez o han decidido crear un diario, así, con papel y boli, para darse cuenta de lo poco que hace falta escribir para llegar a comprender lo que es la felicidad.
Tenemos la oportunidad de renacer de una forma distinta, aunque creo que esto no terminará pasando. No obstante, siempre quedará en un rinconcito de mí algún retazo de cordura que me haga partícipe de una historia larga y buena en la que sumirme mientras el televisor parlotea como si no hubiera un mañana.
Deja una respuesta