Hoy, 23 de abril, se celebra el Día del Libro. En España es así, creo que en Latinoamérica también, pero en el resto del globo ignoro si esta fiesta también se conmemora. Me da igual, el caso es tener algo de lo que hablar y si hay libros mejor.
El libro es por definición un invento perfecto, de esos, únicos y trascendentales como la rueda o la cuchara, que marcan el devenir de la historia. El libro, como tal, ha sufrido pocas modificaciones a lo largo de su existencia, lo que habla muy bien de su particular grado de perfección. Es un objeto utilizado por y para aprender o enseñar; no tiene fisura alguna y su utilización es bien sencilla. No se queda sin batería ni se tiene que llevar a arreglar: sólo hay páginas en las que aparecen letras que forman frases, párrafos, capítulos y novelas. Es todo tan ordenado que hasta me parece imposible que de una conjunción de elementos consonánticos y vocálicos salgan cosas extremadamente maravillosas.
Ya lo he dicho en alguna ocasión, yo no he sido un buen lector siempre. No me gustaba leer novelas de pequeño y si lo hacía era de vez en cuando con los libros de Gerónimo Stilton o de alguna otra franquicia infantil que se podía encontrar en las grandes superficies comerciales. Cuando entré en el instituto fui leyendo lo que tocaba. Ahora entiendo que eran buenos títulos, pero todavía no comprendía la magnitud de lo que estaba leyendo: La isla del tesoro, Tirante el Blanco o El Corsario Negro entre otros. Es cierto que en ese aspecto era un buen estudiante y leía lo que mis profesores me mandaban, con bastante buen criterio, pero lo hacía por cumplir con mis tareas, no por la satisfacción que da leer.
Empecé a escribir en ese momento. Escribía en blogs de tecnología sobre teléfonos, ordenadores y cacharros varios. Ahí comencé a entender la importancia de una buena redacción. Ese periodo de freelance con mis 12 o 13 años me sirvió para muchos proyectos que ahora estoy desarrollando. A día de hoy sigo flipando con la suerte que llegué a tener pues hablaba a diario con creadores de contenido en Internet que ahora tienen miles o millones de seguidores en las redes. Por ahí andaba yo, de página en página saltando como un mercenario y sin querer nada a cambio. Sólo buscaba satisfacer una necesidad de conocimiento que no podía encontrar en ningún sitio. Aprendí que los signos de puntuación van junto a la última letra de la palabra y a estructurar bien ideas para redactar un texto claro y conciso. Me hace bastante gracia porque todo esto me sirvió para ir tirando en la ESO sin estudiar demasiado por no decir nada. Hacía exámenes mediocres escondidos en una buena redacción y para adelante. En matemáticas eso no funcionaba, de ahí mis continuos suspensos, pero eso es otra historia.
Pasé a bachillerato como el que no quiere la cosa. Me metí a humanidades, no por nada general, sino porque me libraba de los números y las ecuaciones que tanto asco cogí, más por vago que por otra cosa. Durante ese verano trabajé y me levanté a las seis de la mañana todos los días. Sé que ésto suscitará alguna risa entre la familia, pero las cosas como son. Juré entonces a mi madre que iba a ser una máquina en los estudios; «mamá, te prometo que voy a ser el mejor de la clase» decía yo entre carcajadas de ambos. No fue así, pero casi. Me convencí de que no quería llevar esa rutina toda mi vida porque creía que tenía algo especial dentro de mí que me permitía hablar bien, escribir bien y saber expresarme en todo momento sin ningún tipo de dificultad. Yo creía que mi cabeza valía algo y se podía rescatar alguna cosa de ahí. Me puse manos a la obra sin tener ni idea de estudiar ni leer.
Fue entonces, casi por casualidad, cuando me topé con la lectura como afición primero y después como obsesión. Tenía un profesor, seguramente el mejor que he tenido y tendré jamás, que me impartía clase de Literatura Universal. Un día pensé que lo mismo podía ser de utilidad leer cosas que luego tenía que estudiarme. «Si leo estos libros, probablemente no tenga que estudiar demasiado» pensaba yo. Me puse a ello leyendo Robinson Crusoe del maestro Daniel Defoe, el libro que me cambió la vida (o por lo menos la forma de verla). Me lo leí relativamente rápido pues todavía no gozaba de cada párrafo bien construido, de la complejidad de una estructura sintáctica simple, pero bella o del inicio de una buena historia. Una vez me lo terminé recuerdo experimentar una especie de sensación de vacío porque había dedicado muchas horas a leer un libro y ya se había terminado. Se me pasó rápido porque empecé a leer otros. Cuando terminaba esos, leía más y más. Hasta el día de hoy.
Yo pensaba que leerme los libros que me tenía que estudiar iba a librarme de hincar codos, pero lo que no sabía era que me iban a formar la cabeza. No estudié menos, al contrario, dedicaba horas y horas a una asignatura cuyo libro guardo como un tesoro. De vez en cuando lo abro y recuerdo una clase: algunas veces tocaba poesía y leíamos un poema de Pessoa, otras tocaba teatro y hablábamos de Moliere y su Enfermo imaginario y el resto de clases era de novela y hablábamos de muchas cosas; hablábamos de Dante, de La Arcadia, de aventuras, de generaciones, de Steinbeck, del Realismo Ruso y de muchas cosas más. Hablábamos de muchas cosas de las que hoy me gustaría hablar con alguien, aunque fuera en esa clase a la que denominábamos entre risas «El Bronx» por ser la opción alternativa a Francés y estar repleta de gente desinteresada. Sin embargo, siempre había dos o tres mentes lúcidas que hablaban de vez en cuando y descubrí lo que es sentir miedo de verdad cuando lees un libro, descubrí a Lovecraft y a Poe. También descubrí que leer a Conan Doyle mola mucho. Aprendí las jodiendas del amor con Flaubert y que El Ulises de Joyce es un libro muy largo. Me hablaron de La conjura de los necios de un tal John Kennedy Toole que después calificaría como genio tras reírme a mandíbula batiente. Comprendí que Jack London era un periodista de los de antes y que Bram Stoker creó un paradigma. Saludé a Thoreau en el lago Walden y viajé en el tiempo con H .G. Wells. Pero para viajes los que me dio (y sigue dando) el viejo Verne. Aprendí a conllevar La insoportable levedad del ser y a reconocer un totalitarismo gracias a Orwell.
Aprendí mucho, quizá demasiado, en muy poco tiempo. Pero me hice amigo de los libros. Cuando terminaba uno, solía abrazarlo y decir «y se quedó tan a gusto». Me convertí en lo que soy ahora, que tampoco estoy seguro de lo que es. Comencé a escribir poesía por leer a Rimbaud, Mallarme y Baudelarie creando unos primeros versos oscuros y encriptados que con el tiempo he ido puliendo. Luego leí a Benedetti, a Neruda y a toda la Generación del 27 para enamorarme en definitiva de la poesía. He de reconocer que Whitman, Cavafis y Rilke también hicieron por la labor.
Así, me fui puliendo y creando una persona diferente a la que era. Ya sabía escribir, sí, pero no sabía para qué me valía eso. Hoy sigo sin ganar dinero de lo que considero un regalo, pero gano en todo lo demás. Ahora compongo poemas para mí mismo porque ya he sacado un par de libros, escribo en este blog y tengo no sé cuántas novelas empezadas en Word. Nada de eso importa porque sigo pudiéndome sentir libre un minuto al día mientras siga pudiendo leer.
Leer, amigos míos, es una capacidad que todos poseen, pero muy pocos disfrutan. Disfruten y lean lo que les dé la gana, pero hagan caso por una única vez a este tipo chiflado y háganlo.
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