He tenido que echar cuentas para saber los días que llevo metido en casa. En efecto, llevo cuarenta y un días sin salir de mi domicilio más que a tirar la basura. Acción que hago diariamente un par de veces con suerte si genero muchos residuos, si no, una al día. El otro día calculé los metros que había de mi casa al contenedor: 150 metros. Es decir, que diariamente recorro 300 metros a pie en los que tomo un poco el aire e intento mirar lejos para que la vista no se acostumbre a la pantalla del dichoso móvil.
Las cosas que tiene la cuarentena. Uno comienza a plantearse la vida de lo general a lo particular. Cada día que me levanto soy un tipo diferente; un día me siento un emprendedor exitoso por haber iniciado un nuevo proyecto y al siguiente un despojo social encerrado en casa. Todo se aclara en este momento, en la hora en la que me siento y escribo aquí o en cualquier otro sitio. Este blog está siendo mi salvación: escribo en mi ordenador lo que me da la gana sin preocuparme por si lo lee mucha gente o no. Me da absolutamente igual ocho que ochenta, como se suele decir. Yo sólo despotrico un rato y desconecto de la más inmediata realidad: coronavirus, enfermos, muertos y política, mucha política.
Los días que verdaderamente me siento muy quemado escribo aquí sobre la ineptitud del Gobierno. El resto de días escribo sobre lo que me viene en gana: que si libros, gustos culinarios o lo que estoy haciendo durante el confinamiento. Me siento un hombre especialmente libre y afortunado cuando, después de aplaudir a las ocho, me siento frente a mi portátil y aporreo un teclado magnífico y ya casi desgastado hasta quedarme seco, exhausto de palabras y voy a cenar con mi familia. Luego lleno el buche, veo un rato First Dates junto a mis padres y hermana, me preparo una manzanilla y vuelvo a la habitación. Entonces leo el periódico del día, leo algún libro interesante, buceo en Twitter durante un breve periodo de tiempo y termino acostándome tras escribir alguna locura en mi diario.
Me duermo viendo siempre el mismo documental de Netflix: Nuestro Planeta, capítulo 4: Aguas costeras. El principio me lo sé de memoria, pero hay un límite difuso del que no consigo pasar. Algunas noches, cuando mi mente no me deja descansar, veo a los tiburones irse de caza (o pesca, no sé cómo se dirá) nocturna, pero la gran mayoría de noches no paso de los primeros arrecifes de coral. Soy así.
Es entonces cuando me duermo y sueño cosas rarísimas: me encierran en la cárcel, conozco a famosos o soy un exorcista. Hoy he vuelto al colegio. Por algún motivo cursaba 7º de primaria (curso que ya sé que no existe en España) en la clase B. Yo decía aquello de «si tengo veinte años y voy a la universidad», pero nada de eso valía y me sentaba, junto a mi primo y algunos amigos, al lado de la profesora en una silla minúscula. Luego me he despertado y he pensado que al colegio no, pero que a bachiller lo mismo volvía para recordar aquellos maravillosos años en los que estudiaba mucho, aprendía más y era feliz sin saberlo.
Hoy he salido a aplaudir y a hacer un poco el payaso como de costumbre, pero menos de lo habitual. Estaba algo desanimado. A mi hermana y a mí nos ha dado por ver películas en el sótano durante todas las tardes mientras comemos chucherías varias. Llevamos varias jornadas visualizando, sin motivo alguno aparente, largometrajes de fútbol americano. No entiendo por qué ni quiero saberlo. Ayer vi a un tal Rudy cumplir su sueño de jugar con Notre Dame y hoy a Vince Papale corriendo por Filadelfia. Creo que me he puesto un poco triste al pensar que no hay fútbol, del de verdad, el nuestro de toda la vida, y no lo va a haber, al menos por un tiempo, y no podré sentir esa sensación de gritar un gol del Madrid hasta dentro de mucho. Pero ya se me ha pasado porque me he sentado a escribir frente a este maravilloso teclado.
Ahora bajaré a cenar con los ánimos renovados y con ganas de levantarme mañana para hacer algo. Todavía no sé exactamente el qué, pero si hay sol y el tiempo lo permite, me tumbaré en una especie de silla muy cómoda que hay en el jardín y veré a los pájaros volar mientras pienso «qué hijos de puta».
Deja una respuesta