Me considero un tipo extraño. En ocasiones me llaman sibarita, en otras simplemente raro. Pero soy como soy, qué le vamos a hacer. Tengo cosas que me hacen especial, supongo que como a todos, de un modo u otro. Tengo gustos que actualmente se podrían considerar marginales y ahora procedo a explicarlos para que sean conscientes de lo particular de la existencia.
No me gusta la mayoría de embutidos, de hecho, sólo me gusta el jamón york y el jamón serrano. De vez en cuando también como choped, pero de ahí no paso. Ni lomo, ni chorizo, ni salchichón ni nada de eso. Me repugna el olor tan fuerte que tienen estos alimentos; es más, lo pasaba verdaderamente mal en las excursiones del colegio cuando todo el mundo se zampaba el bocata de turno en el bus y el habitáculo se llenaba de un olor cargado a comida. Siguiendo con el tema culinario: no me gusta el marisco. Nada de nada; ni gambas, ni mejillones, ni cangrejos ni cualquier bicharraco inmundo y feo que venga del mar. Solamente su olor ya me produce sensaciones asquerosas, pero visualizar cómo la peña vacía el contenido de un buey de mar me pone un mal cuerpo terrible. La mayoría de la gente no comprende que no me pueda gustar el marisco, pero es que no puedo ni probarlo, es algo superior a mí.
Las verduras no son mis alimentos de preferencia, pero juro solemnemente que, si hay que comer, se come. No me gusta la cerveza, salvo en casos muy puntuales en los que con una Corona en la mano te puedes llegar a sentir como Dios una vez terminó de crear el mundo: un atardecer en la playa o en la piscina con musiquita de fondo y buena compañía; vale. Pero tomar cerveza como el que bebe agua no es mi estilo. El tema de los copazos es diferente. Antes no me importaba beber alegremente cubata tras cubata, pero con el paso de los años he descubierto que me hacen más mal que bien: una noche de flojeo no compensa un día entero en cama. Odio la enfermedad, soy muy maniático al respecto así que ya podéis imaginar cómo estoy ahora con el virus cabrón; por ello es que la resaca me sienta como una patada en las partes nobles. No entiendo que algo que me pueda proporcionar diversión momentánea pueda traer malas consecuencias a posteriori. No es que no beba, es que lo hago poco y cada vez menos.
Tampoco me gusta salir de fiesta. Así, tal cual. Las discotecas me dan cada vez más asco y la cosa debe ser seria si de verdad me planteo ir a alguna. Hace más de un año que no piso un antro de ese estilo y, si puedo, estaré los que haga falta. El ambiente es en sí asqueroso: cubatas de garrafón, gente borracha a mansalva, incapacidad de movimiento libre y música regulera. Los planes buenos, los de verdad, son los de casa y piscina, escapadita a algún sitio, cine o cena y bolos.
Me he tirado mucho tiempo en casa durante muchos años. He leído mucho, he escrito y he creado miles de cosas que al final no han llegado a ningún puerto. Ahora reconsidero la proposición que he hecho de mi vida; no estoy insatisfecho porque tengo un amplio juicio crítico sobre muchas cosas y unos valores éticos personales que no habría adquirido en su totalidad sin la reclusión de lectura a la que he estado voluntariamente sometido. Sin embargo, me he hecho una especie de promesa a mí mismo que consta en salir más por ahí cuando acabe la cuarentena. Veremos en qué se queda.
Soy un desgraciado. No ahorro nunca. Invierto el poco dinero que tenga en cosas que a veces dan resultado y otras no. Me cuesta mirar mucho a largo plazo porque en mi casa está instaurada la idea de que «un día estás y al otro no». Carpe diem, pero con cuidadito. Por eso llevo tatuado memento mori en el brazo.
Por último, decir que no me gusta el café. Bueno, no es que no me guste, porque supongo que malo malo no puede estar, es más bien que no lo tomo. No tomo café. Esto genera ciertos conflictos sociales porque no puedo ir «a tomar un café». Puedo ir a desayunar, pero el intervalo que va desde el desayuno a la comida o desde la comida a la cena es más bien difuso para mí. El caso es que en esas ocasiones no sé qué hacer exactamente; o no tomo nada, o acabo pidiéndome un refrigerio. Sí, un refrigerio porque hablo como un señor de noventa años y leo el ABC.
Si algún día te cruzas en mi camino, es importante que sepas estas cosas, pero tampoco importa demasiado porque siempre accederé a tomarme un café con quien quiera tomárselo conmigo (aunque yo me beba una CocaCola).
Deja una respuesta