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De otra pasta

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Siempre me he preguntado cuándo comienza y termina una generación. No tiene una duración específica, pero se nota por el tipo de cosas que hace la gente de una edad u otra. Se podría decir que yo nado entre dos corrientes. Nací en 1999, por un lado formo parte de la generación tardía de los 90; Dragon Ball, los videoclubs, la Game Boy, los móviles sin internet o los tamagochi. También soy de los 2000; crecí viendo lucha libre en Cuatro y Neox con Héctor del Mar y Fernandito Costilla, escuchaba música en mi mp3, sufrí Windows Vista y metía golazos en el PES para la PS2.

El caso es que hay saltos generacionales obvios, como los de padres a hijos. Digo yo que entre mis padres y yo hay un par de generaciones. Y teniendo en cuenta la juventud de los mismos: sólo me adelantan en veinticuatro años. Pero esas cosas se notan. Ellos han tenido otra infancia, supongo que los tiempos han cambiado y con ello los modos y maneras de educar a las nuevas generaciones.

Siempre he defendido la idea de que mis padres están hechos de otra pasta. Son como superhombres capaces de hacer lo que se propongan. Admiro a mis progenitores de un modo en el que sueño que mis futuribles hijos me admiren a mí. Mis padres han sido el soporte, el sustento que me ha proporcionado todo lo necesario, y mucho más, para crear un juicio crítico, moral y racional. Mis padres han hecho que yo pueda llegar a ser una buena persona.

Mis padres trabajan mucho. Muchísimo. Son personas cuya capacidad de esfuerzo excede los límites de lo imaginable para gente de mi generación y con mis oportunidades. Para gente como yo, que muchas veces nos lo han dado todo hecho, gente como ellos son una especie en peligro de extinción. Mis padres no son perfectos, pero no me importa. Porque son mis padres y han hecho más por mí que cualquier otra persona en el mundo.

Suelo decir que ojalá tuviera la mitad de su sentido del trabajo, no obstante, supongo que eso no se tiene, sino que se va adquiriendo con el tiempo. No creo que a nadie le guste partirse el lomo porque sí, pero cuando las cosas se deben hacer, se acaban haciendo. Vamos, eso es lo que creo que deben pensar ellos. Yo, por mi parte, no he heredado esa capacidad de trabajo esforzado físico, soy un mierdecilla. Mi familia se suele reír bastante de mí, y con razón, por la alta tasa de ineficacia que suelo desarrollar cuando se me encarga algún trabajo que implique una manipulación manual, valga la redundancia, de cualquier elemento. Se me da mal pintar, atornillar, volcar, doblar, llevar, montar y todo lo que no sea leer, escribir y conducir.

Muchas veces me pregunto qué puedo aportar yo a una sociedad por la que han pasado ya mis padres. Poco, pero intento hacer lo que se pueda. Por ello, cuando me piden que corrija un texto o redacte una felicitación me siento un tipo afortunado. Un tipo afortunado al que sus padres le han podido brindar una educación de calidad y ahora puede serles útil.

No me queda duda de que mis padres son de otra pasta. No me queda duda alguna de que soy tan afortunado que a veces no me doy ni cuenta.

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