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El lugar más tranquilo del planeta

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Vivo en un pueblo. No es el típico pueblecito enmarcado en el imaginario colectivo con calles empinadas, una tienda que tiene de todo y cincuenta vecinos. Supongo que en sus inicios era algo así, pero yo no lo conocí de tal modo. Vivo en un pueblo cebado por la locura inmobiliaria de los 2000 que sirve como dormitorio a miles de personas que trabajan en otros sitios. Ahora ya menos, el Corredor del Henares da mucho trabajo y la logística es un sector que mueve mucho dinero; el pueblo está enclavado en un lugar perfecto para que miles de empresas se asienten en los polígonos colindantes.

Lo bueno de los pueblos es que no son ciudades. Es una obviedad, pero a veces da mucho gusto decirlas. No conozco ni a mis vecinos y llevo viviendo en la misma casa dieciséis añazos. Es verdad que es cosa de mi forma de ser, pero el modo de vida que se lleva aquí me lo permite. Nunca me cansaré de decirlo; yo nací en Madrid y mis padres son madrileños, pero yo ya me considero de por aquí. Ahora digo que yo soy castellano, con un par y me quedo tan a gusto. Siempre que voy a algún sitio que esté demasiado cerca siento en falta muchas cosas, pero lo que digo hasta la saciedad es que la comida de Castilla es lo que más añoro. Tampoco sé a ciencia cierta lo que es ser castellano, pero me acaba dando igual: es una pequeña escusa para justificar lo que me apetezca. Y no justificar ante nadie, sino ante el tribunal de mí mismo. Supongo que al resto de la gente le pasará algo similar, o no; qué sé yo.

De mi casa para un lado se va al centro del pueblo y de mi casa hacia el lado opuesto hay campo. Me gusta ir al campo. Subo una cuesta en la que suelo arrastrar los pulmones por el asfalto y llego a un mirador precioso, pero con una pega: está orientado al oeste, no se puede ver el sol ponerse, sino alzarse. Es un pequeño inconveniente que se soluciona dándose la vuelta y observando el ocaso entre pequeñas colinas al alcance de la mano. Justo a esa hora es cuando me gusta salir a dar una vuelta. También paseo a otras horas del día, pero ya se sabe, uno tiene sus preferencias. El asfalto termina y comienza un camino de tierra perfectamente transitable para paseantes o ciclistas. Simplemente ando escuchando el sonido que el camino me depara; normalmente escucho a los pájaros y como no tengo ni idea de ornitología, sigo mi paseo distraído sin distinguir un gorrión de otra ave. Tampoco sé de botánica por lo que no puedo describir con exactitud los escasos árboles que se alzan en el arenoso camino.

Sigo andando y se me plantean varias opciones: puedo desviarme a la derecha, y bajar hacia un puentecito en el que se pueden ver corzos y liebres, tomar el camino de la izquierda, y fundir el sendero con el cielo franqueado por hierbas altas que se asemejan a la escena de Gladiator cuando Máximo ya va a perecer, o seguir recto.

Sigo recto, impasible y concentrado en no concentrarme. Subo una leve pendiente sin apenas esfuerzo. A mi derecha hay abetos de una finca colindante y a mi izquierda se presenta un campo baldío bajo un sol crepuscular. Prosigo, paso tras paso, escuchando el pisar de mis zapatos sobre la tierra hasta que llego a lo alto de una pendiente que corona una cuesta posterior. Me quedo ahí, quieto, mudo, observando la plenitud de la cotidianidad, escuchando lo que el viento susurra a mi oído. A mi derecha un campo sin más y a mi izquierda, a lo lejos, un campo de golf con casitas a su alrededor. Decido quedarme ahí y mirar hacia atrás, hacia el este. Se elevan unas montañas con pueblos en sus laderas, si es tarde puedo ver las luces de sus calles, pero si todavía el sol no cae, las intuyo. Veo la autovía de Barcelona, la A-2, con sus miles de coches subiendo y bajando. Espero un poco más y pienso que no hay lugar en el mundo que me pueda proporcionar tal sensación de paz.

Es hora de volver y ando veinte minutos a paso despreocupado, intentando sentir cada pisada en el camino. No he mirado el móvil ni el reloj. Nada me importa porque entiendo que pocas cosas son verdaderamente importantes. Llego a casa y pienso «qué suerte tengo de ser quien soy».

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